El cuarto o quinto cliente que atendió le reclamó por un vuelto mal dado. Roberto lo revisó comprobando que el cliente tenía razón. Se había equivocado. No solía sucederle. Su mente había sido siempre rápida para las cuentas, y poseía esa capacidad que no todo el mundo tiene, y que suele ser más femenina que masculina, de poder pensar en varias cosas al mismo tiempo, pero hoy estaba descentrado, tenía en la cabeza un problema de cierta gravedad que le ocupaba muchas conexiones neuronales.
Esa mañana, antes de salir de la casa que compartía con un amigo, había discutido con él en muy malos términos. Pésimos términos. Todos los males de esa casa habían comenzado el día en que había llegado la mujer de Ramiro. Mientras habían estado ellos dos solos, él había sabido conducir al desprolijo Ramiro con cierto orden, pero con la mina ya no se podía; era una víbora que poseía la habilidad de ponerlo estúpido a Ramiro, además de ser una roñosa. Acumulaba pilas de platos sucios sobre la mesada haciéndolos habitar allí durante semanas enteras. Tiraba basura en la bolsa aunque ya estuviera rebalsada, y para completar el panorama, esa misma mañana, Roberto se había encontrado con el espectáculo de una caja de pizza clavada en la parte superior de la bolsa de basura, con medio kilo de mozzarella chorreando hasta el suelo en medio de una sopa de tomate de olor nauseabundo. Y ni hablar del baño, la inmunda cagaba soretes gruesos como secuoyas que resultaban imposibles de tragar para el pobre inodoro. Las cosas habían llegado a tal punto que había decidido bañarse en el supermercado para no tener que entrar más a ese lugar asqueroso.
La cuestión era que esa mañana había reputeado a la mina, y ella a él, y Ramiro a ellos dos, y todos contra todos. Se armó un gran kilombo. La mina había empezado a revolear cosas y hasta habían venido los vecinos a ver qué pasaba.
No podía volver allí…, o por lo menos no quería.
–Tomá, me diste cincuenta pesos de más –le dijo un cliente interrumpiendo sus meditaciones.
Roberto agarró el billete y lo guardó en la caja con sigilo. El chino, que estaba atendiendo en la caja de al lado, y que había llegado a oír el comentario del cliente, se dio vuelta y lo miró con cara de pocos amigos.
Esa mañana, antes de salir de la casa que compartía con un amigo, había discutido con él en muy malos términos. Pésimos términos. Todos los males de esa casa habían comenzado el día en que había llegado la mujer de Ramiro. Mientras habían estado ellos dos solos, él había sabido conducir al desprolijo Ramiro con cierto orden, pero con la mina ya no se podía; era una víbora que poseía la habilidad de ponerlo estúpido a Ramiro, además de ser una roñosa. Acumulaba pilas de platos sucios sobre la mesada haciéndolos habitar allí durante semanas enteras. Tiraba basura en la bolsa aunque ya estuviera rebalsada, y para completar el panorama, esa misma mañana, Roberto se había encontrado con el espectáculo de una caja de pizza clavada en la parte superior de la bolsa de basura, con medio kilo de mozzarella chorreando hasta el suelo en medio de una sopa de tomate de olor nauseabundo. Y ni hablar del baño, la inmunda cagaba soretes gruesos como secuoyas que resultaban imposibles de tragar para el pobre inodoro. Las cosas habían llegado a tal punto que había decidido bañarse en el supermercado para no tener que entrar más a ese lugar asqueroso.
La cuestión era que esa mañana había reputeado a la mina, y ella a él, y Ramiro a ellos dos, y todos contra todos. Se armó un gran kilombo. La mina había empezado a revolear cosas y hasta habían venido los vecinos a ver qué pasaba.
No podía volver allí…, o por lo menos no quería.
–Tomá, me diste cincuenta pesos de más –le dijo un cliente interrumpiendo sus meditaciones.
Roberto agarró el billete y lo guardó en la caja con sigilo. El chino, que estaba atendiendo en la caja de al lado, y que había llegado a oír el comentario del cliente, se dio vuelta y lo miró con cara de pocos amigos.
2
Tenía que concentrarse en el trabajo, en caso contrario iba a echar por la borda todo el trabajito fino de los últimos diez meses. Intentó dejar de pensar en la repugnante mujer de su amigo concentrándose en los billetes, y lo logró durante un par de horas, pero al acercarse el mediodía su mente volvió a jugarle malas pasadas.
El jefe, atento como un lince, llamó a su hija para que se ocupara de la caja y lo llevó aparte. Roberto se vio venir con resignación una prédica mercantilista.
–¿Qué pasa? –dijo el jefe con el típico acento oriental–. Estás dando cualquiel cosa en los vueltos. ¿No dolmil bien?
Roberto lo miró con serias dudas acerca de si debía contarle el problema o no. No sabía si le entendería. Los chinos arreglaban sus cosas de una manera extraña.
–¿Y? –Insistió el jefe–. ¿Quelés que ponga otlo en la caja?
Roberto se espabiló. Eso era lo último que quería.
–Tengo problemas en mi casa –dijo–. La mujer de mi amigo me echó.
–¡Mujeles! ¡Tenía que sel! Y… Andate a vivir sólo.
El jefe dio un paso atrás con la evidente intención de volver a lo suyo, pero luego se detuvo y la expresión de su cara cambió.
–¿Por qué no te quedás a vivir acá? –dijo y ahora de pronto pronunciaba mejor las erres.
–¿Acá dónde? –preguntó Roberto extrañado.
–Acá arriba hay un departamento.
Roberto había visto que desde el depósito de la primera planta existía una escalera que continuaba hacia arriba, pero siempre había a pensado que sería un altillo en dónde el chino guardaba sus cosas personales.
–¿Un departamento? –preguntó.
–Sí, sí… Si vos te quedás a las noches, yo no tengo que pagarle más al de seguridad. Te dejo el departamento gratis.
Roberto miró desconcertado a su jefe sin poder creer lo que escuchaba. Eso sonaba muy bien de verdad, demasiado para ser cierto. Departamento gratis. En la casa que compartía con Ramiro, era él mismo quién pagaba la mayoría de las cuentas, viviendo sólo y sin pagar alquiler hasta podría ahorrar.
No pudo evitar sonreir.
El jefe, atento como un lince, llamó a su hija para que se ocupara de la caja y lo llevó aparte. Roberto se vio venir con resignación una prédica mercantilista.
–¿Qué pasa? –dijo el jefe con el típico acento oriental–. Estás dando cualquiel cosa en los vueltos. ¿No dolmil bien?
Roberto lo miró con serias dudas acerca de si debía contarle el problema o no. No sabía si le entendería. Los chinos arreglaban sus cosas de una manera extraña.
–¿Y? –Insistió el jefe–. ¿Quelés que ponga otlo en la caja?
Roberto se espabiló. Eso era lo último que quería.
–Tengo problemas en mi casa –dijo–. La mujer de mi amigo me echó.
–¡Mujeles! ¡Tenía que sel! Y… Andate a vivir sólo.
El jefe dio un paso atrás con la evidente intención de volver a lo suyo, pero luego se detuvo y la expresión de su cara cambió.
–¿Por qué no te quedás a vivir acá? –dijo y ahora de pronto pronunciaba mejor las erres.
–¿Acá dónde? –preguntó Roberto extrañado.
–Acá arriba hay un departamento.
Roberto había visto que desde el depósito de la primera planta existía una escalera que continuaba hacia arriba, pero siempre había a pensado que sería un altillo en dónde el chino guardaba sus cosas personales.
–¿Un departamento? –preguntó.
–Sí, sí… Si vos te quedás a las noches, yo no tengo que pagarle más al de seguridad. Te dejo el departamento gratis.
Roberto miró desconcertado a su jefe sin poder creer lo que escuchaba. Eso sonaba muy bien de verdad, demasiado para ser cierto. Departamento gratis. En la casa que compartía con Ramiro, era él mismo quién pagaba la mayoría de las cuentas, viviendo sólo y sin pagar alquiler hasta podría ahorrar.
No pudo evitar sonreir.
3
–Menos mal que te reís, ya pensaba que te habías quedado sordo –dijo el jefe–. ¿Te gusta la idea o no?
Roberto no dudó más.
–Sí, claro. Me quedo acá –dijo.
A partir de ese instante su cerebro volvió a funcionar con rapidez y eficacia como siempre, sin cometer más errores. Se sentía exultante, con energía de sobra.
Pasó la tarde regocijándose de la cara que pondrían Ramiro y la yegua esa cuando les dijera que el jefe le iba a pagar el alquiler del departamento. Se iban a querer matar esos dos inútiles, no iban a saber para dónde agarrar. Ahora les iba a pagar el alquiler montoto.
En la última hora antes de cerrar, momento en el que se concentraba la mayor cantidad de clientes, la hija mayor del jefe se puso a trabajar en la caja de al lado. Roberto no pudo evitar mirarla de reojo. Era una belleza oriental de diecinueve años con un físico mundial. Culo redondito y cintura de muñeca, usaba unos corpiños que le mandaban las tetas para arriba y parecía que le iban a explotar. O por ahí, no usaba corpiño y las tenía así, cosa que él jamás podría comprobar porque la pendeja ni lo miraba y además salía con un chino grande como un ropero, así que mirarla sólo servía para hacerse mala sangre.
–¿Me cambias cien? –le dijo la china. Parecía que se encontraba ante una de esas excepcionales ocasiones en que se dignaba a dirigirle la palabra.
Roberto contó seis billetes de diez pesos y dos de veinte, y se estiró para dárselos. Ella lo miró a los ojos mientras agarraba los billetes.
–Qué bueno que te vas a quedar a dormir acá –le dijo con una sonrisa.
Roberto se quedó pasmado mirándola sin entender nada mientras ella se daba vuelta y seguía trabajando. Lo que le faltaba: que la pendeja lo gozara, porque no podía ser que se hubiera vuelto macanuda de golpe.
Al hacerse las nueve de la noche el gran momento llegó. Una vez cerrado el supermercado, el jefe lo guió escaleras arriba hasta su nuevo «departamento» que resultó ser una habitación con un pequeño ventanuco, un baño de uno por uno que para ducharte casi te tenías que subir al inodoro y una cocina en un pasillo. Lo bueno, mejor dicho, lo extraordinario, era que estaba amueblado de forma impecable: cama de dos plazas king size, un placard enorme, piso alfombrado, una de las paredes espejada por completo y el resto recién pintadas a dos tonos. Toda la decoración era en tonos azules, bien moderna.
Roberto no dudó más.
–Sí, claro. Me quedo acá –dijo.
A partir de ese instante su cerebro volvió a funcionar con rapidez y eficacia como siempre, sin cometer más errores. Se sentía exultante, con energía de sobra.
Pasó la tarde regocijándose de la cara que pondrían Ramiro y la yegua esa cuando les dijera que el jefe le iba a pagar el alquiler del departamento. Se iban a querer matar esos dos inútiles, no iban a saber para dónde agarrar. Ahora les iba a pagar el alquiler montoto.
En la última hora antes de cerrar, momento en el que se concentraba la mayor cantidad de clientes, la hija mayor del jefe se puso a trabajar en la caja de al lado. Roberto no pudo evitar mirarla de reojo. Era una belleza oriental de diecinueve años con un físico mundial. Culo redondito y cintura de muñeca, usaba unos corpiños que le mandaban las tetas para arriba y parecía que le iban a explotar. O por ahí, no usaba corpiño y las tenía así, cosa que él jamás podría comprobar porque la pendeja ni lo miraba y además salía con un chino grande como un ropero, así que mirarla sólo servía para hacerse mala sangre.
–¿Me cambias cien? –le dijo la china. Parecía que se encontraba ante una de esas excepcionales ocasiones en que se dignaba a dirigirle la palabra.
Roberto contó seis billetes de diez pesos y dos de veinte, y se estiró para dárselos. Ella lo miró a los ojos mientras agarraba los billetes.
–Qué bueno que te vas a quedar a dormir acá –le dijo con una sonrisa.
Roberto se quedó pasmado mirándola sin entender nada mientras ella se daba vuelta y seguía trabajando. Lo que le faltaba: que la pendeja lo gozara, porque no podía ser que se hubiera vuelto macanuda de golpe.
Al hacerse las nueve de la noche el gran momento llegó. Una vez cerrado el supermercado, el jefe lo guió escaleras arriba hasta su nuevo «departamento» que resultó ser una habitación con un pequeño ventanuco, un baño de uno por uno que para ducharte casi te tenías que subir al inodoro y una cocina en un pasillo. Lo bueno, mejor dicho, lo extraordinario, era que estaba amueblado de forma impecable: cama de dos plazas king size, un placard enorme, piso alfombrado, una de las paredes espejada por completo y el resto recién pintadas a dos tonos. Toda la decoración era en tonos azules, bien moderna.
4
Colgado del techo, justo frente a la cama, había un televisor led de última generación y en una esquina un equipo de música Sony que debía ser de los más caros, y que en el frente decía 9900 watts. Los parlantes del equipo estaban colgados en las esquinas del techo, tipo discoteca.
Mientras Roberto miraba embobado su nueva morada, el chino empezó a sacar ropa del placard y a meterla en una valija, había muchas cosas suyas allí. Entonces Roberto cayó en la cuenta de que el chino había estado usando el departamento como un bulo, lo increíble era que lo sacrificara sólo para ahorrarse la paga de la seguridad.
El jefe pareció intuir su pensamiento.
–Ya no estoy para estas cosas –dijo.
–¿Me va a dejar la tele y el equipo de música? –preguntó Roberto esperando una certera respuesta negativa.
–Sí, te los dejo. Igual en casa no me dejan escuchar música –dijo el jefe y salió con la valija al hombro.
El lugar era increíble, chico pero lujoso. Abrió las puertas que aún estaban cerradas del placard y vio que allí habían quedado varias frazadas y un acolchado, o quizás el jefe luego vendría a buscarlos, aunque ahora eso carecía de importancia. Tuvo que ponerse en puntas de pie para poder ver por la ventana, ya que estaba colocada bastante alta. Allá abajo, en la calle mojada, vio pasar los autos y los colectivos. Se encontraba a cierta altura, como si estuviera en un segundo piso. El supermercado ocupaba toda la planta baja, el depósito la primera planta y el departamento estaba ubicado en una especie de altillo.
Tenía que regresar a la casa de su amigo a buscar sus pertenencias, pero ahora no tenía ganas. Lo haría al día siguiente, hoy sólo quería disfrutar de su nueva casa. Por otra parte, no necesitaba nada con urgencia; como todos los días desde que había decidido bañarse en el supermercado, había traído una mochila con ropa para cambiarse.
El jefe volvió a entrar con unas llaves en la mano.
–Estas son las de la puerta del departamento, y estas las de la calle –dijo señalando cada una de las llaves–. Escuchame bien. Supongo que en algún momento saldrás, pero quiero que pases las noches acá. Acordate que es como tu segundo trabajo, con eso pagas el alquiler de este departamento. ¿Está claro?
Mientras Roberto miraba embobado su nueva morada, el chino empezó a sacar ropa del placard y a meterla en una valija, había muchas cosas suyas allí. Entonces Roberto cayó en la cuenta de que el chino había estado usando el departamento como un bulo, lo increíble era que lo sacrificara sólo para ahorrarse la paga de la seguridad.
El jefe pareció intuir su pensamiento.
–Ya no estoy para estas cosas –dijo.
–¿Me va a dejar la tele y el equipo de música? –preguntó Roberto esperando una certera respuesta negativa.
–Sí, te los dejo. Igual en casa no me dejan escuchar música –dijo el jefe y salió con la valija al hombro.
El lugar era increíble, chico pero lujoso. Abrió las puertas que aún estaban cerradas del placard y vio que allí habían quedado varias frazadas y un acolchado, o quizás el jefe luego vendría a buscarlos, aunque ahora eso carecía de importancia. Tuvo que ponerse en puntas de pie para poder ver por la ventana, ya que estaba colocada bastante alta. Allá abajo, en la calle mojada, vio pasar los autos y los colectivos. Se encontraba a cierta altura, como si estuviera en un segundo piso. El supermercado ocupaba toda la planta baja, el depósito la primera planta y el departamento estaba ubicado en una especie de altillo.
Tenía que regresar a la casa de su amigo a buscar sus pertenencias, pero ahora no tenía ganas. Lo haría al día siguiente, hoy sólo quería disfrutar de su nueva casa. Por otra parte, no necesitaba nada con urgencia; como todos los días desde que había decidido bañarse en el supermercado, había traído una mochila con ropa para cambiarse.
El jefe volvió a entrar con unas llaves en la mano.
–Estas son las de la puerta del departamento, y estas las de la calle –dijo señalando cada una de las llaves–. Escuchame bien. Supongo que en algún momento saldrás, pero quiero que pases las noches acá. Acordate que es como tu segundo trabajo, con eso pagas el alquiler de este departamento. ¿Está claro?
5
Roberto estiró la mano para agarrar las llaves mientras no podía impedir que su boca esbozara una sonrisa. Cuando estaba a punto de alcanzarlas el chino las retiró.
–¿Vos ves lo que te estoy dejando? ¿No? –dijo señalando con el brazo a su alrededor.
Roberto siguió con la mirada el recorrido del brazo de su jefe y se sintió estúpido.
–Sí, señor, lo veo –dijo.
–Necesito que estés alerta ¿De acuerdo?
–Sí, de acuerdo.
–Si alguien intentara entrar al supermercado por la noche, llamame enseguida. A mi primero. Antes que a la policía.
Roberto asintió con la cabeza y el chino le puso las llaves en la mano.
–Ahh… algo más –dijo.
En la pared había un cuadro con un dibujo de una caricatura de una carrera de autos. El jefe lo apartó hacia un costado y detrás apareció una puertita. La abrió, y metiendo la mano sacó una pistola que pasó de una mano a la otra tanteando su peso.
–Por si necesitas defenderte antes de que yo llegue –dijo y volvió a guardarla–. Está cargada. –volvió a acomodar el cuadro en su lugar.
Roberto jamás había tenido una pistola en sus manos y tampoco le preocupaba, en caso de que ocurriera algo llamaría a la policía. Si el chino había visto muchas películas de Jackie Chan era problema suyo, por más que le dejara la suite del Hilton, no era motivo para que se jugara el pellejo haciéndose el pistolero.
El jefe lo miró con el rostro serio durante un momento, pero luego sonrió y lo dejó sólo de nuevo. Cinco minutos después, Roberto oyó como puerta de calle se cerraba. Estaba sólo. Ahora y hasta las ocho de la mañana siguiente él era el dueño.
El dueño...
Sí…
Lo había logrado. Medio por tenacidad, medio de casualidad, pero ahí estaba, con todo bajo su control. Volvió a mirar a su alrededor, aún sin poder creérselo del todo. Se acostó en la cama estirando brazos y piernas, y dio vueltas para un lado y para otro. El colchón era espléndido, en él iba a dormir como un rey; los colchones duros y chatos habían desaparecido de su vida de una vez y para siempre.
–¿Vos ves lo que te estoy dejando? ¿No? –dijo señalando con el brazo a su alrededor.
Roberto siguió con la mirada el recorrido del brazo de su jefe y se sintió estúpido.
–Sí, señor, lo veo –dijo.
–Necesito que estés alerta ¿De acuerdo?
–Sí, de acuerdo.
–Si alguien intentara entrar al supermercado por la noche, llamame enseguida. A mi primero. Antes que a la policía.
Roberto asintió con la cabeza y el chino le puso las llaves en la mano.
–Ahh… algo más –dijo.
En la pared había un cuadro con un dibujo de una caricatura de una carrera de autos. El jefe lo apartó hacia un costado y detrás apareció una puertita. La abrió, y metiendo la mano sacó una pistola que pasó de una mano a la otra tanteando su peso.
–Por si necesitas defenderte antes de que yo llegue –dijo y volvió a guardarla–. Está cargada. –volvió a acomodar el cuadro en su lugar.
Roberto jamás había tenido una pistola en sus manos y tampoco le preocupaba, en caso de que ocurriera algo llamaría a la policía. Si el chino había visto muchas películas de Jackie Chan era problema suyo, por más que le dejara la suite del Hilton, no era motivo para que se jugara el pellejo haciéndose el pistolero.
El jefe lo miró con el rostro serio durante un momento, pero luego sonrió y lo dejó sólo de nuevo. Cinco minutos después, Roberto oyó como puerta de calle se cerraba. Estaba sólo. Ahora y hasta las ocho de la mañana siguiente él era el dueño.
El dueño...
Sí…
Lo había logrado. Medio por tenacidad, medio de casualidad, pero ahí estaba, con todo bajo su control. Volvió a mirar a su alrededor, aún sin poder creérselo del todo. Se acostó en la cama estirando brazos y piernas, y dio vueltas para un lado y para otro. El colchón era espléndido, en él iba a dormir como un rey; los colchones duros y chatos habían desaparecido de su vida de una vez y para siempre.
6
Al darse vuelta una vez más, su cara chocó contra el control remoto de la tele, la encendió y el sonido brotó por todos los parlantes del techo; se notaba que la tele estaba conectada al equipo de música.
Volvió a apagar todo y se levantó. Lo primero que quería hacer era un reconocimiento del terreno.
Bajó por la escalera caracol hasta el depósito y encendió todas las luces. Caminó tranquilo entre las largas hileras de mercadería observando todo con detenimiento, como nunca antes había podido hacer. El depósito tenía las mismas medidas que el salón del supermercado que estaba debajo; unos treinta metros de largo por catorce o dieciséis de ancho. Al llegar a la zona del fondo, dónde rara vez había pisado antes, empezó a descubrir algunas cosas insólitas, como por ejemplo una gran cantidad de alimentos vencidos. ¿Para qué corno guardaría el chino todo eso? Más adelante encontró pirotecnia del año anterior, que por supuesto no debería estar almacenada junto con los alimentos, y además, según recordaba, en ese supermercado no se había vendido pirotecnia en las últimas navidades, por lo que su origen era desconocido. Por último, junto a la pared del fondo, aparecieron las bebidas alcohólicas. Muchas bebidas alcohólicas. Demasiadas. Ocupaban todo el ancho del depósito en tres hileras de metro y medio de ancho que llegaban casi hasta la altura de un hombre. Abrió algunas cajas al azar y fueron apareciendo Chivas Regal de dieciocho años, Jhonny Walker Black Label, y un interminable arsenal de Jack Daniels. ¿A quién le vendería el chino todo eso? Porque sin duda la clientela rasca de ese barrio jamás compraría una botella de esas. Había una verdadera fortuna en whisky y otras bebidas, lo que demostraba que el jefe tenía más negocios no declarados de lo que él jamás hubiera imaginado.
Volvió a acomodar todo tal cual estaba y bajó al supermercado. De la góndola de los congelados tomó una caja de hamburguesas de las más caras, luego pan del mejor, y para rematar una Heineken. Hoy era un día de festejo, nada de ahorrar. Encendió la caja registradora, y pasó los productos cobrándose a sí mismo. No había cámaras en el supermercado, por lo menos hasta dónde él sabía, pero no era cuestión de que el jefecito tuviera las cervezas contadas y que por una hamburguesa lo levantara en peso.
Volvió a apagar todo y se levantó. Lo primero que quería hacer era un reconocimiento del terreno.
Bajó por la escalera caracol hasta el depósito y encendió todas las luces. Caminó tranquilo entre las largas hileras de mercadería observando todo con detenimiento, como nunca antes había podido hacer. El depósito tenía las mismas medidas que el salón del supermercado que estaba debajo; unos treinta metros de largo por catorce o dieciséis de ancho. Al llegar a la zona del fondo, dónde rara vez había pisado antes, empezó a descubrir algunas cosas insólitas, como por ejemplo una gran cantidad de alimentos vencidos. ¿Para qué corno guardaría el chino todo eso? Más adelante encontró pirotecnia del año anterior, que por supuesto no debería estar almacenada junto con los alimentos, y además, según recordaba, en ese supermercado no se había vendido pirotecnia en las últimas navidades, por lo que su origen era desconocido. Por último, junto a la pared del fondo, aparecieron las bebidas alcohólicas. Muchas bebidas alcohólicas. Demasiadas. Ocupaban todo el ancho del depósito en tres hileras de metro y medio de ancho que llegaban casi hasta la altura de un hombre. Abrió algunas cajas al azar y fueron apareciendo Chivas Regal de dieciocho años, Jhonny Walker Black Label, y un interminable arsenal de Jack Daniels. ¿A quién le vendería el chino todo eso? Porque sin duda la clientela rasca de ese barrio jamás compraría una botella de esas. Había una verdadera fortuna en whisky y otras bebidas, lo que demostraba que el jefe tenía más negocios no declarados de lo que él jamás hubiera imaginado.
Volvió a acomodar todo tal cual estaba y bajó al supermercado. De la góndola de los congelados tomó una caja de hamburguesas de las más caras, luego pan del mejor, y para rematar una Heineken. Hoy era un día de festejo, nada de ahorrar. Encendió la caja registradora, y pasó los productos cobrándose a sí mismo. No había cámaras en el supermercado, por lo menos hasta dónde él sabía, pero no era cuestión de que el jefecito tuviera las cervezas contadas y que por una hamburguesa lo levantara en peso.
7
El departamento no tenía comedor, pero una mesa con rueditas se acercaba a la cama, y disfrutó de la comida mirando la tele. Al sentir que el sueño estaba a punto de vencerlo, programó el apagado automático para una hora más tarde y se acostó.
Algún tiempo después se despertó sobresaltado sin entender por qué. Había un ruido atronador. Cuando sus sentidos comenzaron a funcionar de nuevo vio que el equipo de música había vuelto a encenderse. Estiró el brazo y lo apagó de un manotazo. Se quedó un momento mirando la oscuridad desconcertado. Pensó que al programar el televisor habría tocado algo del equipo de música, o quizás el jefe lo tendría programado como despertador a esa hora. Miró el reloj y vio que marcaba las tres y treinta y tres, demasiado temprano para despertarse, aunque vaya uno a saber a qué hora se harían los negocios de la parte trasera del depósito. Exploró el control remoto del equipo intentando desactivar la alarma si la hubiera, pero no encontró nada y decidió dejarlo para el día siguiente. Volvió a dormirse y ya no se despertó hasta la mañana.
Al día siguiente, durante el cierre del mediodía, hizo el postergado y odioso viaje hasta su antigua casa, a retirar sus pertenencias. Tuvo suerte. Ni Ramiro ni su mujer estaban a la vista. Mejor así. Primero había pensado en regocijarse de ellos, haciendo alarde de su nuevo departamento, pero en este momento sus antiguos compañeros de vivienda le parecían una cosa del pasado y prefería no verlos. Guardó todo lo que pudo en un bolso enorme y dejó una escueta nota sobre la mesa: «no vuelvo más, no me busquen». Luego lo pensó mejor y con una sonrisa agregó una línea más abajo: «disfruten».
Llegó al supermercado cuando aún faltaba media hora para la apertura de las cuatro de la tarde. Pensó en aprovechar ese lapso para hacer una siesta y con esa intención subía hacia el departamento cuando oyó música. Al llegar hasta la puerta, descubrió que la música venía de allí adentro. El equipo de música debía de haberse encendido otra vez, estaba claro que existía alguna función de apagado o encendido programable que tendría que descubrir si no quería volver despertarse sobresaltado a las tres de la mañana. Metió la llave en la cerradura y no pudo girarla, entonces probó el picaporte.
La puerta estaba abierta.
Antes de salir se había asegurado dos veces de haber cerrado bien con llave. Alguien había entrado y no podía ser otro que el jefe. Abrió la puerta del todo.
Algún tiempo después se despertó sobresaltado sin entender por qué. Había un ruido atronador. Cuando sus sentidos comenzaron a funcionar de nuevo vio que el equipo de música había vuelto a encenderse. Estiró el brazo y lo apagó de un manotazo. Se quedó un momento mirando la oscuridad desconcertado. Pensó que al programar el televisor habría tocado algo del equipo de música, o quizás el jefe lo tendría programado como despertador a esa hora. Miró el reloj y vio que marcaba las tres y treinta y tres, demasiado temprano para despertarse, aunque vaya uno a saber a qué hora se harían los negocios de la parte trasera del depósito. Exploró el control remoto del equipo intentando desactivar la alarma si la hubiera, pero no encontró nada y decidió dejarlo para el día siguiente. Volvió a dormirse y ya no se despertó hasta la mañana.
Al día siguiente, durante el cierre del mediodía, hizo el postergado y odioso viaje hasta su antigua casa, a retirar sus pertenencias. Tuvo suerte. Ni Ramiro ni su mujer estaban a la vista. Mejor así. Primero había pensado en regocijarse de ellos, haciendo alarde de su nuevo departamento, pero en este momento sus antiguos compañeros de vivienda le parecían una cosa del pasado y prefería no verlos. Guardó todo lo que pudo en un bolso enorme y dejó una escueta nota sobre la mesa: «no vuelvo más, no me busquen». Luego lo pensó mejor y con una sonrisa agregó una línea más abajo: «disfruten».
Llegó al supermercado cuando aún faltaba media hora para la apertura de las cuatro de la tarde. Pensó en aprovechar ese lapso para hacer una siesta y con esa intención subía hacia el departamento cuando oyó música. Al llegar hasta la puerta, descubrió que la música venía de allí adentro. El equipo de música debía de haberse encendido otra vez, estaba claro que existía alguna función de apagado o encendido programable que tendría que descubrir si no quería volver despertarse sobresaltado a las tres de la mañana. Metió la llave en la cerradura y no pudo girarla, entonces probó el picaporte.
La puerta estaba abierta.
Antes de salir se había asegurado dos veces de haber cerrado bien con llave. Alguien había entrado y no podía ser otro que el jefe. Abrió la puerta del todo.
8
En la cocina no había nadie pero cuando miró hacia la habitación vio dos pies con zapatos femeninos sobresaliendo de la cama. Al entrar en la habitación se encontró con la hija del chino acostada en la cama boca arriba con los ojos cerrados. Llevaba puesta una remera rosa ajustada de mangas largas, una pollera corta y unas medias de lycra en dos tonos de rojo. El control remoto estaba abandonado sobre la cama a pocos centímetros de su mano izquierda. Roberto lo tomó y bajó el volumen. Al hacer eso ella se sentó de golpe algo asustada, luego relajó el rostro, y miró a Roberto con una sonrisa.
9