Cuernavaca
Fernando Fontenla Felipetti
Para todos los que alguna vez pasaron sus noches en Cuernavaca entre los que no tengo el placer de incluirme, en especial para Roberto.

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Cuernavaca



     Roberto bajó del colectivo de la línea 98 a las ocho menos veinte de una fría mañana de Julio. Aún no había amanecido y soplaba un viento glacial. Antes de salir de su casa, en Berazategui, había visto en la tele que la sensación térmica estaba en los dos grados bajo cero. Caminó emponchado en su abrigo los escasos cien metros que lo separaban del supermercado chino en dónde trabajaba. Al llegar allí se encontró con la puerta cerrada. El dueño aún no había llegado, y para colmo de males la puerta se encontraba en la ochava de la esquina, lugar en dónde parecían encontrarse todos los vientos del mundo. Cruzó a la vereda de enfrente con la intención de protegerse del aire helado y esperó. Ya las piernas empezaban a temblequearle cuando apareció el dueño con su hija y abrió la puerta. Roberto caminó mecánicamente hasta la oficina, y sacó de un cajón la llave de la caja registradora. Una vez en su puesto de trabajo, encendió la computadora mientras acomodaba la góndola de las golosinas. Diez minutos más tarde llegó el primer cliente y empezó a cobrar.
     Hacía casi un año que trabajaba allí como repositor, y a base de romperse el lomo como un burro y de hacer todo lo que se le decía sin rechistar nunca jamás, había logrado ganarse la confianza de su jefe hasta el punto en que le había entregado el mando de una de las cajas. Lo había conseguido a pesar de sus compañeros de trabajo, que habían hecho todo lo posible para voltearlo, contándole perrerías al chino acerca de él. Además, habían intentado hacerle pisar el palito en infinidad de oportunidades, pero gracias a la Divina Providencia todo lo que habían hecho les había resultado contraproducente y hasta habían terminado beneficiándolo. Con la dosis exacta de chupada de medias, ni poco ni mucho, había conseguido lo imposible: Que el chino le confiara la guita a alguien que no era de la familia. Quizás, todo había resultado así gracias a que sus compañeros no habían aprendido lo que él ya sabía desde hacía mucho: Que a veces para conseguir ínfimos beneficios hay que hacer cosas desagradables durante largos periodos de tiempo. Y después de todo, lo de chupar las medias no era tan malo. Había cosas peores. Sin duda.
     Las puertas del local permanecían abiertas durante toda la jornada permitiendo que el aire frío llegara hasta la línea de cajas, pero él estaba preparado para eso. En su pueblo natal, en el altiplano a ciento cincuenta kilómetros de La Paz, soplaban vientos más helados y más resecos.