PECADOS Y PENITENCIAS
Primer premio de relato, LII Certamen Literario
“El Albaricoque de Oro”, Moratalla, Murcia
© 2022 Ayuntamiento de Moratalla
Real Audiencia de la ciudad de México, 1642
Yo, señores licenciados, soy natural de Toledo, de nombre Gaspar, y para que tengáis cabal constancia de lo que me ha traído ante este tribunal, os contaré mis andanzas. Según dicen salí a mi abuelo por línea materna en lo pillo y mujeriego, que el viejo de tanto frecuentar a Venus murió del llamado mal francés, y así como dicen de casta le viene al galgo. Vivíamos cerca del Tajo, al lado de la parroquia de San Sebastián, y la maledicencia de los vecinos tachaba a mi madre de ramera, cosa falsa porque lo suyo era por deleite, pues jamás aceptó dinero por vicio sino por necesidad, que había mucha y diaria en la casa, o algún regalillo para ella o nosotros sus hijos.
Mi padre era hortelano, hombre de pocas luces pues no veía la cornamenta que le coronaba la testa, por lo demás era trabajador y buena persona. Éramos en la casa un montón de hermanos, de todos colores dadas las costumbres de mi madre, y yo el mayor. Tenía yo una vecinica de mi edad, hija de un carnicero, que nos habíamos criado como hermanos jugando en la inocencia de la niñez, y siendo mocitos ya, un día invitela a merendar por el paraje llamado la Peña del Moro. El caso es que tras degustar las longanizas y golosinas de la merienda seguimos con nuestros juegos inocentes, corrimos como cervatillos libres, acabamos rodando por la hierba, y viendo su cara tan cerca y sus labios cual capullo de flor y sintiendo el calor de su cuerpo me entró tal fuego que me mareé. Ella compungida me preguntó qué me pasaba, le pedí un beso para ver si me calmaba, una cosa llevó a la otra y acabó dándome de buen grado la flor de su honra.
Quiso el destino para mi mal que cuando regresamos, con el rubor de la felicidad en los rostros, el carnicero nos viera y sospechara, y un día que mi madre me mandó a por dos libras de tocino para hacer torreznos, aquel Sansón, mirándome a los ojos, agarró las criadillas de un cordero que tenía destazado, las arrancó con sus manos de gigante y con un cuchillo que parecía un alfanje las picó mientras bramaba: «Así he de hacer, y después me las comeré revueltas con huevo, con las del que se atreva a tocar un pelo de mi Eulogia», que así se llamaba mi amada. Tragué saliva, me puse más colorado que la cresta de un gallo y llegando a mi casa estuve dos días con calenturas del susto que me dio aquel bellaco. Y conocí la injusticia de la vida, pues resulta que el carnicero era de los que frecuentaban los favores de mi madre, y en tal caso yo solo le estaba devolviendo la pedrada. Así que una noche despedime de mi madre y hermanicos, pues mi padre putativo andaba ya acostado por ser madrugador y tener que ir a la huerta temprano, y con un hatillo y dos mendrugos salí al mundo.
*
Tras varias penalidades fui a dar a Sevilla, puerta de América y jardín de bellas mujeres. Allí estuve mendigando, haciendo recados en el puerto y hurtando lo que podía, haciendo la vida del pobre. Un día que estaba pidiendo limosna en la puerta de una iglesia, salió un caballero ya grande, se puso el sombrero con gesto lento y reposado y con unas ínfulas que parecía descendiente de Alejandro, los Escipiones y César, todos juntos, y al reparar en mí sacó un maravedí de la bolsa y se me quedó mirando.
—Muy mozo eres para andar de mendigo, te ves fuerte y sano.
—Señor, las desgracias de la vida me han traído lejos de la casa de mis padres, por piedad una limosna que llevo dos días sin comer— dije yo lastimero, viendo que no soltaba la moneda.
—Mejor te daré ocupación, ven conmigo que tengo que cargar unos baúles.
Me llevó a la posada donde se alojaba, y me ordenó cargar los bultos con sus pertenencias hasta las habitaciones de arriba de un mesón, adonde se mudaba. Cuando se acomodó, bajamos al mesón y pidió unas judías con chorizo y una jarra de vino, y viendo la cara con la que miraba yo el plato, pidió a la mesonera otro para mí, que despaché en dos bocados mientras él se santiguaba para empezar a comer y le soltaba al vino un trago tan largo que dejó la jarra tiritando.
—Pareces buen muchacho, quédate a mi servicio, que al tunante que tenía de criado lo acabo de despedir. ¿Cómo te llamas? —dijo mientras soltaba un eructo.
—Gaspar, para servir a Dios y a Vuesa Merced.
—Yo soy don Ginés de Ávila, hidalgo y caballero.
Y así me ajusté con él de criado, por la comida y el jergón. Aparte de Ginés, mil nombres le conocí, pues cambiaba de ellos como de camisa. Lo acompañaba a la iglesia a confesarse con gran devoción o a oír misa, a sus paseos por la ciudad, a la Casa de Contratación a ver cuando partía la flota de Indias, y sobre todo, hacía de mozo en las partidas de cartas en las que jugaba, en las que estaba atento a sus gestos para traerle su frasca de vino o acercarle el orinal.
En aquellos días mi amo tuvo algunos problemas por unas partidas de naipes en las que lo acusaron de tramposo, y embarcose a la Nueva España para poner agua por medio, y yo con él, lo cual vínome de perlas pues por gozar los favores de las sevillanas tuve ciertos asuntillos con algunos padres y maridos.
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En la travesía fui conociéndolo mejor, y pardiez que no hubo caballero más virtuoso: bribón, embustero, ladrón, farsante, glotón, vago, truhan, tramposo y su mayor gracia: borracho. Cumplía la máxima latina, in vino veritas, y doy fe que mi señor buscaba la verdad, pues días hubo que le vi acabar con media arroba de tinto. Maestro en el naipe, desplumaba a cualquier pardillo que se pusiera delante, así que se pasó el viaje trasegando maravedís de las bolsas de los incautos a la suya, y bebiéndoselos después.
Era leído el viejo, y traía algunos libros, el Lazarillo, la Celestina, el Quijote, y el que más apreciaba, El Buscón, de un tal Francisco de Quevedo, autor al que tenía grandísima estima.
—Gasparín, has de saber que estuve al servicio de tan grande caballero, y este ejemplar que aquí ves me lo regaló de su propia mano cuando me despidió por sisar, deseándome la mejor de las suertes pero cuanto más lejos mejor —reconoció riendo el truhan, pues ya nos íbamos conociendo mejor y hubo gran confianza entre nosotros.
Durante el viaje, mientras no estaba jugando o durmiendo la mona, enseñome a leer y escribir, cosa que no le agradeceré lo suficiente, allá por el infierno donde ande. Así que leí con afición toda la biblioteca de mi amo y disfruté sobre todo con las aventuras de Lázaro el de Tormes y Pablos el de Segovia.
—Aprendamos de las andanzas de estos pícaros, pues de la tribu de los inocentes en todas partes hay, y dellos viviremos como reyes en base a nuestro ingenio, que trabajar es de pobres y villanos.
Esta era la filosofía de mi señor. Hasta el Quijote de la Mancha me leí, libro del que no gustaba mi amo, pues aunque alababa el estilo, decía que era libro prolijo y de idealistas, siendo él persona práctica. «Practicante del embuste, no lo has leído de lo gandul que eres, al ser libro grande», pensé. Yo notele que en el Quijote aparece un tal Ginés de Pasamonte, pícaro.
—Ah, que bien que me dices, Gasparín. En llegando a la Nueva España he de trocar mi nombre por el de don Luis de Angulema, caballero y criado de los reyes de Francia.
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En estas desembarcamos en Veracruz pobres como ratas, porque mi amo cual alquimista había transmutado en vino todos los maravedís tan duramente ganados haciendo trampas con el naipe. Dimos en una posada de mala muerte que también era mancebía, donde don Luis rehizo la bolsa gracias a las cartas, mientras yo entré en placenteros tratos con las mancebas, pues soy bien parecido y atento y las mujeres gustan de mi compañía. Por un malentendido con una de ellas, que quiso cobrarme unos favores que yo entendí eran regalo, tuvimos que salir por piernas, no sin antes aligerar la bolsa del padre de mancebía que regentaba la casa y que juró caparnos y degollarnos como a dos puercos. Así que mi señor decidió que era hora de conocer la linda ciudad de México, y hasta allá nos dirigimos.
Nos aposentamos en un mesón en la calle de Tacuba. Con la bolsa llena de los latrocinios de Veracruz nos dábamos la buena vida, pero dio mi amo en exagerar su devoción a Baco, y tan borracho estaba de continuo de la mañana a la noche que acabó siendo el pardillo en el naipe y víctima de otros más listos y sobrios que él, y acabamos pobres otra vez. El mesonero era tan avaro como gordo, un manchego llamado Pánfilo, y su mujer la Gregoria, bien entrada en carnes, y me di cuenta enseguida de que me tiraba los tejos la muy bellaca, fui a dar a sus orondos brazos y me tomó afición. Confesome que el mesonero hacía tiempo que no holgaba con ella, y por el ardor y ansias que gastaba debió de ser de mucho tiempo atrás que no la atendía, y así tuve que emplearme a fondo en mis artes. La arpía sisaba del mesón para mantenerme y traerme bien vestido para su deleite, y yo de paso tenía que mantener a mi amo, aunque en la pobreza tuve que hacer economías y recortarle el vino para que se espabilara y recuperara el duende con la baraja.
Pero el diablo, que no para quieto, anda buscando la manera de perdernos, y pone el anzuelo donde sabe que uno va a picar. Y a mí me lo puso en la cara y las carnes de la hija de los mesoneros, doncella joven llamada Elicia. Prendado quedé de ella, que aunque soy sacerdote de Cupido y en todas hago eucaristía, tengo debilidad por las rubicundas hermosas de carnes, como las que dice mi amo que pintó un tal Pedro Pablo Rubens, que jura y perjura que ha visto sus cuadros en la corte, aunque quién sabe pues miente más que habla.
Así que galanteé a la moza y al final me entregó su amor. Doncella ya no era, aunque eso a mí me daba igual, y andaba afligida pues el mesonero quería casarla con el hijo de un arriero de la Puebla de los Ángeles, bizco para más señas, y ella dio en tramar escaparnos, casarnos y tener muchos hijos, y en llevándole los frutos de nuestro amor su padre habría de perdonarla, bendecirnos y heredarnos el mesón, que buenos reales dejaba. A mí esto me puso la mosca en la oreja y veía negro el negocio, pues el mesonero me recordaba al carnicero de mi mocedad, y casándome perdería mi libertad, yo que amo a todas, y no era punto menor atender el mesón pues yo, fiel a las doctrinas de mi amo, veía que tanto trabajo no era para mí. Pero pudieron más las delicias de mi Elicia que la intuición que me aconsejaba: «pon pies en polvorosa», y por amor me quedé.
Así andaba yo atendiendo a la madre y a la hija, con cuidado de que una no supiera de las citas con la otra. Mi amo don Luis, ahora mi mantenido, me decía el bellaco tronchándose de risa: «Gasparín, cada día estás más flaco, estás rezando en dos templos, y aunque eres mozo muchas misas son para ti». Y él, entre que estaba a ración de vino y las gallinas, chuletas, carnero, mameyes, guayabas, jitomates y frijoles que se zampaba el muy glotón, que comía más que una pupa mala, estaba cada día más gordo, todo a costa de mis trabajos con la Gregoria.
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En estas el mesonero comenzó a sospechar que le estaban robando, pues nuestros gastos salían de las costillas del mesón, y andaba de un humor de perros achacando
Entraba yo por una puerta de atrás al mesón, de la que me había dado llave la mesonera para disfrutar de mi amor en una despensa chica que allí tenía, y por esa puerta sacaba yo el vino y las viandas que me proveía, y un día propuse a Elicia que me esperara allí para gozar más a gusto y sin tantas prisas, pues yo sabía que esa tarde llegaba una recua grande de arrieros de Puebla y la Gregoria estaría atareada en la cocina.
¡Ay, infelice! ¡Ay inocente pajarillo! Pues quiso la fatalidad que la mesonera se enterara de la dulce reunión Dios sabe cómo, y la muy bruja, iracunda, tramó mi mal, pues a bofetones le sacó a su hija la hora de la cita y después le fue con el cuento al mesonero de que había ladrones, que así mataba dos pájaros de un tiro, vengarse de mí y congraciarse con el marido, y esto lo supe después cuando salió todo el peine.
El malandrín de don Luis también se enteró de que iba a arrullar a la palomita, y habiendo pasado tiempo sin besar su gran amor, la jarra de vino, me exigió, so pena de chivarse al mesonero, que mientras yo gozaba las mieles del amor con mi damisela él haría lo mismo libando en la bodeguilla del mesón. No me quedó más remedio que aceptar, rogándole por los clavos de Cristo que mientras yo holgaba con Elicia sacara afuera las viandas y el vino, no se fuera a emborrachar allí dentro.
Así mi amo y yo, silbando tan felices, pensando uno en Baco y otro en Venus, nos dirigimos a la boca del lobo. Mientras, el mesonero y varios criados armados con trancas estaban esperando tras la puerta. Y era tal el ansia de mi amo que entró primero, recibiendo tremendo garrotazo en la boca, que le saltó dos dientes. Nos agarraron entre todos, estando presentes la madre y la hija, que por el moratón que tenía en el ojo ya estaba pagando la penitencia del pecado. Y la que agarró la voz cantante fue la mesonera:
—Mirad, marido, que ya hemos averiguado por donde se nos iba la sisa, estos son los ratones que nos roían la hacienda —dijo la muy cínica.
—Y encima el bellaco me quería robar la honra de Elicia, mi linda flor —replicó el otro.
«Mal rayo te parta, cabrón, cornudo», pensé. «Y a ti, mujer lasciva, que abusaste de mis tiernas carnes y ahora me lanzas a la tormenta». Que bien negra se preparaba, ya que el mesonero y los demás entonaron sus garrotes como músicos que afinan, dispuestos a descargarlos en nuestras costillas y hacer timbal de las mismas.
Y vi lo grande que es la afición al pecado, pues yo, vista la gran paliza y granizo que nos venía, solo tenía ojos para los encantos de mi pobre Elicia, y mi amo a tal punto solo pensaba en beber que el muy tunante dijo cosa que hasta me hizo reír, pues pidió que le dejasen enjuagar la boca con un poco de vino. Se hartaron el mesonero y sus criados de darnos palos, y hasta la mesonera se acercó a descargar coces, y agarrándome de los pelos del cogote me soltó dos bofetadas que me dejaron temblando. Y cuando se cansaron nos echaron a la calle con cajas destempladas, y nos vimos otra vez en la miseria.
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Y ese fue el motivo por el que desplumamos al caballero aquí presente, y con la promesa de una partida de naipes, le aligeramos la bolsa. Pero os juro, nobles licenciados, que no fue por maldad, sino por necesidad.
De don Luis supe que puso rumbo a Panamá con su parte del botín, a seguir haciendo de las suyas. No os puedo dar más señas de él. Lo demás ya lo sabéis, paseaba yo por el mercado de san Hipólito del brazo de una casada galana que me estaba dando sus favores, pensando los dos que el marido estaba de viaje en Texcoco, cuando cayeron sobre mí el esposo burlado y el caballero timado, y aparte de apalearme entre los dos que casi me matan, me echaron encima a los corchetes.
Y yo, ruego a vuestras ilustres mercedes que tengáis clemencia de este pobre pecador, y que seáis indulgentes, pues ha sido la pobreza y no el vicio lo que me ha traído ante este tribunal, y os pido que no sean muchos los azotes que me recetéis, ni mucho menos ir a presidio o galeras, pues soy de piel y cuerpo delicados, como puede dar fe la esposa del otro caballero denunciante. Y creedme que ya he recibido suficientes palos en adelanto de la pena.
Y siendo los primeros pasos para la absolución la confesión de los pecados, el arrepentimiento y el propósito de la enmienda, sirva este memorial como confesión de los dichos pecados; arrepentido estoy, aunque no puedo devolver el dinero a este primer caballero pues gastado está con la mujer del segundo, y en todo caso se podrían arreglar entre ellos. Item más, estoy dispuesto a enmendarme y entrar de lego en el convento de Santo Domingo de esta ciudad, y prometo por la honra de mi madre no volver a pecar jamás contra el sexto.