FABULIS. Los frutos de la vida

LOS FRUTOS DE LA VIDA


Los frutos de la vida, Fernando Fontenla Felipetti
Los frutos de la vida, Fernando Fontenla Felipetti
Los frutos de la vida, Fernando Fontenla Felipetti
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Los frutos de la vida
Fernando Fontenla Felipetti
Relato
12



Los frutos de la vida

Cuando Sara enfiló por la carretera hacia el norte, vio que el objetivo de la escalada de ese día, el pico de La Maroma, ya estaba iluminado por los primeros rayos del sol naciente. Veinte minutos más tarde, giró a la derecha por un camino más angosto que curveaba interminable rumbo a Canillas de Aceituno, un pueblo de la comarca de la Axarquía al pie de la Sierra de Tejeda.

Al llegar a la plaza frente al ayuntamiento, Sara vio que Pepi, Rafa y José, ya estaban allí, todos muy puntuales. Pensó que ella desentonaba un poco en ese grupo, aunque quizás era necesario que alguien fuera la oveja negra, tal vez así era más divertido. Bajó del coche para oír lo de siempre.

—Por fin. ¡Era hora! —dijo Rafa.

—Buenas noches —acotó Pepi.

Sara los observó mientras el sol, ya más alto, le hacía entrecerrar los ojos.

—Hola —dijo—. ¿Os vais a quedar allí todo el día de cachondeo?

—Llega la última y ahora resulta que está apurada la niña –dijo José.

Sara se calzó las zapatillas y llenó un bidón de agua en la fuente.

—Venga —instó a los demás—, a subir de una vez.

Una vez fuera del pueblo, el sendero se internaba en el bosque y era como entrar en otro mundo. Los pinos, los enebros, los acebuches; el olor a tierra húmeda y el aire fresco. Más adelante se alternaban las zonas boscosas con las despejadas de árboles, hasta que después de pasar un bosque compuesto en su mayoría por tejos, el árbol que da nombre a la sierra, ya no había más sombra hasta la cima. La ascensión era larga y llevaba al menos cuatro horas de esfuerzo constante. Al principio charla era animada, pero de a poco las palabras fueron dando lugar el sonido monótono de las respiraciones forzadas.

Sara caminaba concentrada en sus propios pensamientos mientras los demás comentaban cosas que veían aquí y allí. Ella no tenía ganas de hablar hoy, físicamente se sentía bien, pero se encontraba cansada mentalmente. Tenía demasiadas cosas en la cabeza, y por si fuera poco había soñado algo desagradable que ahora no podía recordar.

Cuando al fin alcanzaron la cima, Sara se dio la vuelta y miró a su alrededor. La vista era fabulosa. Una docena de pueblos se desparramaban por la sierra entre higueras, viñedos y olivares. Más allá se divisaban las ciudades de Vélez Málaga y Torre del Mar en medio de un enjambre de carreteras con el fondo del mediterráneo azul. Al girar la vista hacia el este, vio a sus pies el embalse de La Viñuela y un poco más allá el pueblo de Comares colgado de una abrupta ladera. Se le ocurrió pensar qué pocas cosas de la vida cotidiana se veían desde dos mil metros de altura. Lo poco que se llegaba a distinguir parecía minúsculo y ridículo. No se veía a la gente trabajando, ni a los niños yendo a la escuela, ni a los que estaban en la playa echados boca arriba sin hacer nada. Desde allí todo parecía tranquilo y sin el frenesí cotidiano. Las actividades humanas se mostraban carentes de importancia frente a la inmensidad de las montañas y el mar.

Pensó que cuando volviera a bajar, ella también sería minúscula, ridícula e insignificante.

Rafa le apoyó una mano en el hombro.

—¿Qué te parece si bajamos corriendo? —sugirió.

Parecía ser que Rafa estaba apurado por volver a la insignificancia, pero antes de contestar lo pensó mejor y le pareció una gran idea. Necesitaba la adrenalina de un descenso veloz para despejar la mente, y hasta quizás podría darse un buen golpe para sacarse las tonterías de la cabeza. Casi deseó un dolor físico que la despertara del agobio mental.

Pepi y José también aceptaron con entusiasmo la propuesta de bajar corriendo. Consumieron lo que les quedaba de bebidas energéticas y se lanzaron montaña abajo.

Sara se quedó un momento en la cima observando cómo sus amigos se alejaban hasta perderse de vista. Le encantaba hacer eso: Dejar que los demás salieran y observarlos... y luego intentar atraparlos. En otra época solía hacer algo similar en los exámenes de la facultad: Cuando el profesor terminaba de dar las consignas todos empezaban a escribir como poseídos, mientras ella, en cambio, se relajaba un minuto y luego empezaba a escribir sin apuro, dejando que las ideas fluyeran con su propia velocidad.

Pasaron dos minutos, tres, luego cinco. Cuanto más tiempo pasara menor sería la posibilidad de alcanzarlos pero mayor el desafío. Su corazón empezó a acelerarse. Cuando iban siete minutos desde que sus compañeros habían partido, Sara comenzó su descenso.

Empezó con suavidad y poco a poco fue aumentando el ritmo. Sabía que esa era la forma correcta de hacerlo. Ella había sido una precursora en ese asunto de bajar las montañas corriendo. Bueno, en realidad había sido su padre el pionero. Él había sido un fanático de la escalada y la había iniciado en el gusto por subir montañas. Aunque por lo general, su padre sólo subía a las montañas pequeñas que estaban cerca de su casa. Un día habían bajado una montaña corriendo y al contarle la hazaña a su madre habían tenido que jurar que nunca más volverían a hacerlo. Pero la promesa había sido rota de forma sistemática cada vez que su madre no los tenía a la vista. Las caídas eran moneda corriente aunque nunca se habían hecho un daño severo.

Sara estaba llegando a lo que consideraba el ritmo de carrera ideal, esto era más o menos el ochenta y cinco por ciento del máximo. El quince por ciento restante había que dejarlo para salvar los imprevistos, que cuando la velocidad era mucha siempre aparecían.

Cuando llevaba algo más de media hora bajando empezó a ver a Pepi, y un poco más adelante también a José.

Adelantó a Pepi, y cuando estaba a punto de alcanzar a José, algo le reflejó la luz del sol desde el lado izquierdo del sendero. Pensó que sería el envoltorio de una golosina o una lata de gaseosa que algún desaprensivo poco amante de la naturaleza habría dejado por allí.

Enseguida adelantó a José, pero no pudo dejar de pensar en el objeto tirado. Si todos hacían lo mismo, pasar de largo y no ocuparse del asunto, la basura siempre seguiría allí.

Se detuvo y empezó a desandar el camino subiendo con un trote suave.

—¿Qué pasó? —preguntó José al cruzarse con ella.

—Nada. Vi un papel o una lata tirada. Voy a recogerlo. Tú sigue.

Repitió la misma frase al cruzarse con Pepi y continuó subiendo hasta que volvió a ver el objeto. Para llegar a él tenía que salirse del sendero y descender por una zona rocosa.

Fuera del sendero las piedras estaban sueltas. Sara fue pisando con cuidado entre ellas. Al final lo que había llamado su atención resultó ser un paquete de patatas fritas de color rojo metalizado. Lo aplastó con la mano reduciéndolo a su mínima expresión y lo guardó en el bolsillo que tenía en la espalda. Cuando volvió a levantar la vista observó que un sendero secundario, apenas dibujado entre las rocas, pasaba justo por donde ella estaba. El sendero descendía en paralelo al sendero principal y parecía unirse a este último en el bosque de tejos que estaba más abajo.

Sara decidió que estaba ante un buen camino, y que bajando por él evitaría tener que volver a subir al sendero principal. 

Empezó a tomar ritmo de nuevo, pero su nuevo sendero estaba menos pisado y la tierra estaba más suelta. Cuando intentaba disminuir la velocidad, sus zapatillas resbalaban antes de hacer lo que ella quería. De todas formas le empezó a tomar el gusto al nuevo desafío y se fue adaptando al terreno. Poco antes de entrar al bosque de tejos vio a Pepi saliendo por la otra punta. Al entrar en la sombra sus ojos tardaron un instante en acostumbrarse a la oscuridad. Su pie derecho pretendió tomar apoyo sobre una piedra redonda que se movió bajo la suela, y la pierna derecha se le abrió hacia fuera. De forma instintiva, intentó solucionar el problema apoyando todo el peso de su cuerpo en el siguiente paso de su pie izquierdo, pero no fue suficiente. Perdió el equilibrio y fue a dar con el hombro derecho contra un árbol. El golpe fue fuerte pero soportable, y le hizo perder parte de su velocidad. Rebotó hacia el lado opuesto del sendero pensando que golpearía contra un segundo árbol en donde acabaría de detenerse. Estiró los brazos para protegerse de ese segundo golpe pero la trayectoria de su cuerpo no resultó tal como ella pensaba. Pasó el árbol de largo y de pronto percibió una sensación fuera de lo normal. Tardó un largo segundo en reconocer qué le estaba sucediendo.

Estaba cayendo al vacío.

Por alguna razón el mundo se había acabado después de ese segundo árbol y ahora caía en medio de una maraña de ramas que la herían sin cesar. En un momento salió de las ramas y vio el suelo que estaba varios metros más abajo. Cuando tocó tierra el golpe fue duro de verdad. La dejó sin aire y tuvo que hacer un esfuerzo consciente para volver a respirar. Pero lo peor era que aún seguía cayendo. Resbalaba revolcándose por una pendiente de hierba de más de cuarenta y cinco grados de inclinación, y no podía frenar. En un momento logró enderezarse y ver hacía donde iba, y lo que vio le hizo saber que tenía pocos segundos para pensar en algo.

Pensó en su padre, y después en su madre. «Perdón», les dijo en su mente. Y la pendiente de cuarenta y cinco grados se acabó.

Vio el cielo, vio rocas, vio un bosque desde muy arriba, y así tres o cuatro veces, hasta que vio el cielo por última vez.

 

 

 

***

Abrió los ojos. La oscuridad era completa. Intentó moverse pero no pudo, estaba atrapada. Sólo logró mover la cabeza y cuando la levantó vio las estrellas en una reducida franja longitudinal. Se oía el viento pero donde ella estaba el aire estaba quieto. Hizo un segundo intento por liberarse y recibió un ramalazo de dolor proveniente de su pierna izquierda. Probó mover la pierna derecha pero era como si no la tuviera, y eso le preocupó aún más que el dolor. Entonces se dio cuenta de que podía mover la mano derecha. Y la fue moviendo, girándola a un lado y a otro, hasta que el antebrazo pareció liberarse. Parecía estar enterrada en tierra blanda, acostada sobre su lado izquierdo, y en seguida se imaginó que la tierra que la cubría sería la misma que ella había arrastrado en su caída.

Cuando el brazo derecho estuvo liberado del todo, trabajó con él para desenterrar el otro brazo. Después de un rato de estar escarbando logró liberar toda la mitad superior de su cuerpo. Al intentar girar la cadera para quedar boca arriba recibió otra intensa señal de alarma de su pierna izquierda.

 En la posición en que estaba no alcanzaba a sacar la tierra que aprisionaba sus piernas. Tenía que darse la vuelta para poder sentarse. Empezó a girarse con lentitud pero el dolor que emanaba de su pierna izquierda parecía correr por su cadera y desde allí distribuirse por todo su cuerpo. Continuó girándose hasta que no soportó más el dolor. Quedó medio sentada, apoyada en la cadera y en el codo izquierdo. En esa posición el dolor de la pierna era casi igual a cuando hacía fuerza para girarse. Sabía que tenía que ir hasta el final, y con un esfuerzo supremo que la llevó a gritar logró sentarse del todo.

El grito continuó en el aire después de que ella cerrara la boca. Al menos media docena de ecos fueron y vinieron hasta que el sonido cesó del todo. ¿Dónde estaba? ¿Por qué no habían venido a buscarla? Recordó el instante anterior a la caída. Pepi corría a memos de cien metros delante de ella. ¿Cuánto habría tardado Pepi en notar su ausencia? Lo más probable era que eso hubiera ocurrido recién al llegar a la plaza del pueblo. Nadie mira hacia atrás cuando baja una montaña lo más rápido posible. Entonces no podrían saber en qué parte del recorrido se había perdido. Y había decenas de barrancos en la ladera de La Maroma. Se preguntó qué hora sería. Tanteó el bolsillo trasero de la chaqueta en busca del teléfono móvil pero el aparato ya no estaba allí.

Comenzó a desenterrar sus piernas, y lo que encontró cuando terminó de sacar la tierra y las rocas la hizo llorar. La pierna izquierda estaba en una posición imposible para la anatomía humana, y además empapada con un líquido de tacto viscoso y ya medio seco que obviamente era sangre. La pierna derecha estaba allí, al tacto no parecía tener heridas graves pero no la sentía, era como si ya no fuera parte de ella.

Estaba claro que no podría salir de allí por sus propios medios. Supo que tendría que esperar hasta el amanecer y deseó que faltara poco para ello. Su mente volvió a los momentos anteriores a la caída y lamentó no haber sido más prudente. Al final su madre había tenido razón. Uno es fuerte y hábil, y cada vez más confía en su físico y en su habilidad, se va creyendo cada vez más infalible… y cada vez aprieta un poco más.

El ego.

El ego se hace cada vez más grande hasta que nos mata.

El aire se estaba enfriando y empezó a temblar. Se dio cuenta de que la tierra que la cubría le había ayudado a mantener la temperatura del cuerpo hasta ese momento. No quería enterrarse de nuevo, pero los temblores se hicieron más fuertes hasta que no pudo controlarlos. Sabía que esos temblores le consumían la energía que tenía en el cuerpo y que no podía permitírselos, así que volvió a echarse tierra encima.

La tierra mitigó el frío y dejó de temblar, pero entonces apareció la sed. Había hecho un gran esfuerzo físico al subir la montaña, donde a pesar de haber bebido, con seguridad no había ingerido todo el líquido consumido. Y luego había perdido sangre. A medida que pasaba el tiempo y la sed se hacía más acuciante comprendió que ese era su mayor problema.

Mucho tiempo después empezó a distinguir formas. Las rocas empezaban a dibujarse a su alrededor. Rocas y rocas que ascendían casi hasta el infinito, y allá arriba de todo, un trozo de cielo que pasó al azul y luego al celeste.

Estaba en un cañón profundo y angosto.

Entendió dos cosas: que era un milagro que no se hubiera matado, y que estaba en un lugar que podía ser muy difícil de encontrar.

Cuando la temperatura empezó a subir se quitó la tierra que tenía encima y observó sus piernas. Era obvio que tenía fracturadas las dos tibias. La izquierda estaba expuesta. La buena noticia era que la pierna derecha había recuperado algo de sensibilidad, la mala era que ahora también le dolía.

Sara aún estaba examinando sus piernas cuando lo oyó. Primero un rumor lejano, luego un sonido inconfundible. Era un helicóptero.

El aparato se acercó hasta que el ruido de los motores se hizo ensordecedor, luego se alejó y por último volvió a acercarse aunque no tanto como la primera vez. Durante cerca de media hora estuvo yendo y viniendo hasta que Sara lo vio pasar por el hueco de cielo que había justo encima de ella, quizás a quinientos metros más arriba. Y entonces tuvo más miedo.

El helicóptero se veía tan grande como una mosca.

¿Cómo se vería ella desde el helicóptero, metida en ese hueco oscuro?

Intentó tranquilizarse. Seguro que había gente buscándola por tierra. También sus amigos estarían buscándola. Ellos sabían por qué camino habían bajado, aunque ella se había desviado de ese camino, y por su propia experiencia sabía que el sendero secundario que había tomado no se veía desde el sendero principal.

La temperatura siguió subiendo, era Septiembre. El sudor empezó a correrle por la frente y la sed empezó a hacerse insoportable. Cuando el helicóptero se alejó, empezó a gritar cada cierta cantidad de minutos. Si había gente buscándola, quizás los ecos del cañón podrían hacerles llegar el sonido de su voz.

Después de gritar al menos veinte veces sintió la garganta seca y áspera. Y cuando gritó una vez más, sólo le salió un hilo de voz entrecortado. Estaba llegando al límite. Dejó pasar un largo rato antes de gritar de nuevo pero la voz no mejoró. Necesitaba líquido en la garganta… y en todo el cuerpo.

El helicóptero volvió a llegar por la tarde pero no tuvo la gracia de volver a pasar por su pequeño trozo de cielo azul, y cuando la luz empezó a menguar Sara supo que existían posibilidades ciertas que su cuerpo no durara otra noche. Se resistía a pensar en la muerte, su alma quizás siguiera viviendo, pero conocía lo suficiente de resistencia física como para saber que el cuerpo tenía límites muy concretos.

Miró sus piernas una vez más y probó. Hizo fuerza con sus brazos. Ambas piernas le enviaron una aguda señal de dolor, pero su cuerpo se movió veinte centímetros. Así tendría que moverse, arrastrándose, para intentar llegar a un lugar desde donde fuera más visible desde el aire.

No tenía muchas opciones. El angosto cañadón sólo le permitía elegir para arriba o para abajo, y no tardó en decidirse. Con su escasa fuerza poco podría subir.

Comenzó a avanzar impulsándose con sus manos, arañándose el cuerpo con las rocas, y arrastrando el dolor en carne viva de sus piernas. Poco más adelante el cañadón hacía una curva que le impedía ver más allá. Fue hacia allí esperando encontrar un espacio más abierto. Le llevó cerca de media hora llegar a la curva, y cuando la sobrepasó se encontró con el mismo paisaje. El cañadón era igual de angosto y apenas dejaba ver otros cincuenta metros hacia abajo.

Continuó arrastrándose atormentada por la sed y notando como a los músculos de sus brazos se les iba la fuerza. Decidió que moriría así, aletargada de agotamiento. A medida que la sed y el cansancio ocupaban todo, curiosamente el dolor de las piernas disminuía, lo que le hizo saber que la deshidratación estaba avanzada.

Se hizo de noche, pero siguió y siguió, aunque ya no veía a donde iba, hasta que llegó el momento en que su brazo izquierdo le falló, y a su vez el derecho no pudo soportar el peso de su cuerpo. Intentó volver a levantarse pero ya no pudo. Comprendió que hasta allí había llegado. Eso era todo. Ese era el lugar en donde al año siguiente alguien encontraría sus huesos. Se dio vuelta y contempló las pocas estrellas que le dejaba ver su angosto cañadón.

Rezó un avemaría y al terminar extendió los brazos a los lados para ponerse más cómoda. Entonces su brazo izquierdo chocó con una planta. Tanteó las hojas y sus dedos se toparon con un objeto redondo. Al tocarlo mejor comprobó que era ovalado.

No podía ser.

Arrancó el fruto encontrado y se lo llevó a la boca. Lo mordió con precaución, sabiendo que podía ser venenoso, pero apenas sus dientes atravesaron la fina piel, el jugo inundó su boca y sus papilas gustativas estallaron en éxtasis.

Era una aceituna.

Jugosa... ácida y amarga, porque no había sido puesta en sal, pero era la mejor que había probado en su vida.

Cuando ya no quedaba nada pegado al carozo, volvió a tantear la planta y encontró más, muchas más. Se las fue llevando a la boca una tras otra, y cuando su brazo no alcanzó más, se arrastró para estar más cerca. Parecía estar debajo de una rama que casi tocaba el suelo, perteneciente a un árbol que la oscuridad no le permitía ver.

Pocos minutos después de empezar a comer empezó a sentir como la energía de su cuerpo renacía. Era una sensación muy física. Volvía el movimiento, volvía la sensibilidad, desaparecía el letargo. Lo que había encontrado era casi un milagro. Sabía que ese jugo que estaba absorbiendo tenía el sodio, el potasio y el magnesio que necesitaban sus músculos para funcionar. Esas aceitunas podían ser su pasaporte para salir de allí o al menos para vivir un día más.

No terminaba de saciarse pero en un momento decidió detenerse. No debía abusar y colapsar su aparato digestivo. Poco después su cuerpo agotado la llevó al sueño.

Se despertó al alba y pudo ver su árbol. Crecía en un recodo del cañón que parecía ser el único lugar en donde daba el sol, pero eso no era todo. Detrás del olivo partía un sendero ascendente no demasiado empinado.

Desayunó aceitunas y llenó con ellas los bolsillos posteriores de su chaqueta antes de partir. La subida era trabajosa y la sed no se había saciado del todo, pero sus brazos estaban mucho más fuertes que la tarde anterior. A media mañana volvió a oír el helicóptero, aunque más lejano que los días anteriores.

Sara siguió subiendo y subiendo, con las manos y los codos ensangrentados, comiendo una aceituna cada tanto, hasta que al fin llegó a la cima y vio el paisaje. Supo que se encontraba en algún cañón lateral al del río Almanchares. Entonces vio venir el helicóptero, lejos pero directo hacia ella, y cuando pasó a pocos metros de su cima, pudo distinguir a su amigo Rafa que la señalaba desesperado de emoción a través del cristal. Entonces supo que al año siguiente nadie encontraría sus huesos, pero que ella intentaría recuperarse de sus heridas, no ya para volver a la cima de La Maroma, pero sí para volver a ese cañón perdido en la montaña, a agradecerle a su amigo que le dio sus frutos, esos que llevaba en los bolsillos… esos…

Los frutos de la vida.

 

Florencio Varela, Argentina
 27 de Julio de 2021

 


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