FABULIS. El arma secreta

EL ARMA SECRETA


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Por:
Tigrero

La luna llena se mira sobre el espejo del Bósforo.

¿Qué poeta había dicho eso? No lo recordaba. Aunque, a decir verdad, los palos de las naves invasoras, en su extenso y boscoso apiñamiento, no tenían nada que ver con una evocación poética.

La terraza de la fortaleza donde Calínico se encontraba era una posición privilegiada que barría el estuario de norte a sur. Y, a sus pies, en el nivel inferior, se divisaba a los servidores de las catapultas y a los vigías de la torre. “Si Jehová no guardare la ciudad, en vano vela la guardia”. Siempre que los veía, citaba maquinalmente al salmista.

La tos subió a su garganta y rompió el silencio. Era una tos dolorosa y que no podía evitar aunque estuviera al lado del mismísimo Emperador. La pregunta del monarca fue inevitable:

––¿Qué te han dicho los médicos acerca de esa tos?

––Perdón, su merced. Hace mucho tiempo que me dijeron que dejara de trabajar con productos volátiles. Y desde ese momento dejé de consultarlos.

––Pues, a partir de hoy tenemos que hacer algo al respecto. Tu salud es una prioridad del reino.

Aunque a Calínico la tos le parecía irrelevante al lado de la sustancia contenida en los toneles de allá abajo. Pero no se le iba a ocurrir contradecir a Constantino IV.

—Calínico ––dijo el emperador, meciéndose la barba en gesto pensativo.

––Ordene, majestad.

––Dime, sinceramente, qué es lo que se comenta en la ciudad acerca de las medidas.

––Para serle sincero... hay gente que cree que si el racionamiento fuese a todos por igual, lo harían con más entusiasmo. Ellos piensan que en palacio debieran dar el ejemplo.

––Gracias, Calínico… Pero ¿Quién ha dicho que pasar hambre entusiasma a nadie?  En verdad que la triple muralla es inexpugnable y está bien defendida. Pero esto, ––y señaló con los labios hacia la flota invasora–– nos cortó los suministros. ¡Lástima que las murallas no producen comida!

La primera hora de espera. Un escribano voltea el reloj de arena y hace la anotación correspondiente, mientras Calínico repasaba, mentalmente y por enésima vez, todo el proceso de la prueba desde el principio, junto a las condiciones de seguridad para la manipulación del “ingenio”. Pero lo más importante era que los astrólogos aseguraban que en las madrugadas de plenilunio, soplaba un viento fuerte hacia el este.

Las naves árabes estaban a distancia prudencial, lo que evitaba que fueran blanco de las catapultas; pero si el viento, como decían, era fuerte, eso no importaba, pues el fuego se desplazaría sobre la superficie hacia los buques, y se aceleraría cuando trataran de apagarlo con agua.

Constantino IV lo sacó de sus elucubraciones.

––¿Cómo percibes la moral del pueblo?

––Muy buena, su majestad. Al punto de que la gente está más preocupada por la suerte de Hagia Sofía que por su propia seguridad. Dicen que prefieren ser decapitados por una cimitarra árabe, antes que verla convertida en una mezquita.

Ambos desviaron la vista hacia la cúpula de la basílica que resplandecía embrujadora bajo la luz selenita. Esa visión merecía ser contemplada en silencio. Hasta que, sin apartar los ojos de Hagia Sofía y como hablando para sí mismo, el emperador susurró:

––Pero, gracias a ti, nosotros no tendremos que ver ese horror.

––Gracias a la providencia, su majestad.

––Como gustes, Calínico, pero es así.

Desde abajo, el astrólogo anunció:

––¡Señor!... ¡La veleta se está moviendo!

Todos se voltearon a verla y, en efecto, se movía espasmódicamente señalando hacia el estuario. Y, a pesar de que las oleadas de viento no tenían fuerza y no eran continuas, esto fue suficiente para despabilar del sueño a los presentes en medio de una inquietud expectante.

Calínico, al contrario, se sintió invadido por la duda y hasta por cierto miedo. Estaba a punto de presenciar la verdadera prueba del “ingenio”. ¿Daría los mismos resultados que había obtenido con los modelos a escala de las naves árabes en el estanque del palacio?

La voz de Constantino lo sacó de su dilema.

––Tengo entendido que antes de ser alquimista, estuviste alistado en la Legión.

––En efecto, su majestad. Pero sabe usted que la vida castrense tiene muchas limitantes para un espíritu curioso.

––Entiendo... Pero, cuéntame. ¿Cuál fue tu experiencia en Yarmuk?

Esta pregunta lo tomó por sorpresa. ¿Cómo era posible que el Emperador se enterara de algo que él había mantenido en secreto por casi cuarenta años? Sin duda que toda su vida había sido indagada por los servicios de inteligencia del imperio. El hecho de haberse cambiado de nombre y de lugar de origen no le habían servido de nada. O sea, que ya sabían que había sido un cobarde, al sobrevivir en donde debía de haber muerto al lado de sus compañeros de armas. Ahora lo acometió un acceso de tos y, en medio de esta, comprendió que era inútil tratar de ocultarle algo a quien disponía de un sistema de información tan eficaz. Además, siempre supo que en algún momento, tendría que exorcizar esos terrores que lo habían acompañado por tantos años. ¿Qué mejor momento que este?

––Perdone, su majestad... ¡Yarmuk!... Funesto lugar y funesto recuerdo.

De  manera deliberada y en silencio, posó su vista sobre la flota, como si en ella se materializaran todos los horrores que evocaba ese nombre.

––Debo recordar a su merced que al principio no se le dio importancia ¿Qué peligro podían representar unas tribus de beduinos que vagaban por el desierto? Pero las derrotas del Imperio Persa, el poderoso rival de nuestro reino, hicieron comprender a vuestro abuelo que una fuerza formidable, cual nube de langostas, se estaba gestando en el seno de la península arábiga.

––Nos encontrábamos en Siria cuando recibimos la orden de trasladarnos a Palestina, y fue en ese lugar, al sur del lago de Galilea, donde nos presentamos en orden de batalla. Yo pertenecía a la flor y nata del ejército imperial, la caballería pesada. Teníamos armadura completa, y cabalgábamos robustos caballos, también acorazados. Estábamos entrenados para acertar con el arco sobre la marcha, y habilitados para chocar en una carga tumultuosa, lanza en mano, y hacer añicos a las formaciones enemigas. Éramos un ejército imponente; en tanto que los árabes se movían en una masa aparentemente indisciplinada y anárquica, jineteando sus pequeños caballos, pero cuidando de no ponerse a tiro de nuestros arcos.

Al recibir la orden, cargamos, seguros de la contundencia de nuestro choque. En efecto, rompimos las líneas enemigas. Pero no sirvió de nada. Era como abrir un hueco en el agua. Ese amasijo de telas tremolantes llevadas por esos magros caballos nos esquivaban presurosas, dispersándose en todas direcciones. No podíamos perseguirlos; sus caballos volaban, y no podíamos alcanzarlos con el arco porque el cambio de armas sobre la marcha era casi imposible.

Los árabes se reagrupaban con sorprendente rapidez para provocarnos a una nueva embestida. Nuestros jefes no los hicieron esperar y ordenaron la segunda carga. Vano intento. El esfuerzo físico de esta segunda carga y la frustración de tratar de combatir contra fantasmas comenzaron a minar nuestra resistencia. Además, la sospecha de que estábamos siendo objeto de una perfecta celada añadió un ingrediente que no habíamos tenido antes: “el miedo”, que crecía por momentos apresurado por los latidos del corazón. No sé si fue para que el miedo no se propagara, pero nuestros jefes ordenaron la tercera carga… Esta fue extenuante. El sol se hacía más implacable en el cielo y, a nuestro frente, el horizonte reverberaba, y en el espejismo se reflejaban las túnicas, los caballos y el bosque de las enhiestas lanzas como espectros flotantes cada vez más amenazantes. Ahora, al desespero se unió una sed abrasadora. Las armaduras no eran más que pesados y sofocantes lastres, y nuestros caballos ––bajo el agobio de las corazas y de nuestro propio peso–– estaban botando espumas por los frenos, bañados de sudor y temblando. Ese era el momento que el enemigo estaba esperando. Silenciosamente, comenzaron a abrirse en abanico para rodear nuestra retaguardia. En medio de la fatiga, percibimos la calma que antecede al espanto. Hasta que, de todas sus gargantas y al unísono, salió el escalofriante grito: ¡Alá akbar! (¡Alá es grande!)

A esta altura de la narración, Calínico guardó un significativo silencio, que hasta el propio Emperador se cuidó de respetar.  Ese silencio se hubiese prolongado en el tiempo si no hubiera sido por el golpe de brisa que les llegó desde la espalda y que provocó el grito del astrólogo:

––¡Viento sostenido hacia el este!

Todos vieron cómo su fuerza movía el molinillo de la base de la veleta de forma sostenida.

––Permiso, su majestad. ¡Astrólogo, reporte las condiciones!

––¡Dentro de los márgenes de seguridad, señor!

Al oír esto se volvió al Emperador y le dijo:

––De aquí en adelante las órdenes dependen de usted, majestad.

Constantino, desde la terraza miró hacia abajo donde cada uno de los equipos de las catapultas estaba pendiente de sus palabras. Mientras que, en el estuario, la luna iluminaba claramente los blancos.

––¡Catapulteros! ¡El brazo en su máxima parábola!

Y allá abajo comenzó a repetirse la orden a lo largo de la muralla y a verse el febril movimiento de los hombres, teniendo como sonido de fondo el crujir de las poleas y los mordiscos de los engranajes.



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La luna bañaba las naves con un brillo casi deformante. Una fría claridad que era más cómplice de los espectros que las mismas tinieblas.  Recostado en la proa, el marino de guardia semi-dormitaba, mientras que la brisa fría de la madrugada hacía que se cubriera la cabeza con el albornoz de su túnica. Pero era el cabeceo repentino del navío el que por instinto, lo hizo despabilar. El marino echó un vistazo al horizonte y trató de volver a su cómodo sopor, arrullado por el gorgoteo del oleaje al chocar contra el maderamen del casco… fue entonces cuando oyó un golpe violento en el agua, y el chasquido que este dejó. Se incorporó inmediatamente y se asomó a la borda. Solo sabía que el sonido había provenido del oeste. De manera nerviosa, se llevó la mano a la empuñadura de su cimitarra, mientras escrutaba las aguas.

Ahora lo vio.

A cierta distancia distinguió un atropellado reflujo de burbujas en medio de un gorgoteo que comenzó a ser sustituido por un siseo cada vez más agudo que le recordó los relatos acerca del Leviatán, el dragón de las aguas, que arrojaba fuego por sus fauces. Fue solo entonces que se percató de que el fenómeno venía desde el aire, pues vio unos bultos que llegaban a las inmediaciones de las naves vecinas.

Dio la voz de alarma.

Ya sus compañeros estaban en cubierta con las cimitarras desenvainadas, cuando presenciaron un estallido de llamas alimentadas por unos vapores verde-azules que salían de la propia agua, y que se acercaban hacia el buque levitando sobre la superficie con un resplandor misteriosamente danzarín que iluminaba el rostro de los marinos, en los cuales se retrataba el estupor lívido del terror.



A esa sustancia viscosa, que podía ser manipulada con seguridad, pero que al contacto con el agua estallaba en llamas, se la conoció como “el fuego griego”. Con ella fueron inhabilitadas muchas naves invasoras pero su mayor efecto fue avivar la superstición de las tripulaciones, al verse amenazadas por un aterrorizante fuego al que la mismísima agua servía de combustible. A la larga, los marinos no estuvieron dispuestos a prolongar el bloqueo, desmoralizando a su vez a las tropas árabes en tierra.

Por esta vez, Constantinopla había sido salvada.

Mucho tiempo después, un ejército musulmán (mas no árabe) lograría tomar al fin la ciudad y cambiarle el nombre; ahora se le conoce como Estambul. Pero para lograrlo tuvieron que esperar setecientos años.

En cuanto al “fuego griego”, su fórmula fue tan celosamente guardada que nunca se la llegó a dilucidar.

Y acerca del destino de Calínico, solo se sabe que corrió la misma suerte de su enigmática fórmula. Ambos se perdieron en la oscura noche de los tiempos.



Alí J. Reyes Hernández

San Juan de los Morros, Venezuela

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